sábado, 5 de abril de 2014

El largo camino hacia la libertad



Ser libre es el destino del hombre, pero ¿qué es la libertad? Si hablamos en sentido absoluto sólo Dios es libre, pues no hay nada ni nadie que pueda limitarlo. Pero si hablamos en sentido relativo, como conviene al hombre,  la libertad es para él, como para cualquier otra criatura, vivir de acuerdo con el ser que le ha sido dado. De este modo, ser libre consiste para el caballo en vivir como caballo, libre para correr y pastar en valles y prados; y lo mismo es para el lobo, para el águila, para la nutria… Sólo pueden ser considerados libres si les es posible vivir conforme al ser que han recibido.  De acuerdo con esto, para saber en qué consiste la libertad para el hombre, necesitamos saber antes cuál es el ser que ha recibido. Y este ser que ha recibido es aquello que lo distingue de todas las demás criaturas; aquello que lo caracteriza como hombre y sin lo cual no puede ser considerado como tal. 


Sobre el ser del hombre ya hemos meditado anteriormente, y llegamos a la conclusión de que es el entendimiento lo que lo distingue de todas las demás criaturas.  Entendimiento de las cosas humanas y terrenas, pero sobre todo entendimiento de lo que está por encima de esas cosas; entendimiento de lo que no es humano ni terreno; entendimiento de aquello en lo que todo tiene su origen, aquello de lo que todo ha salido y a lo que todo ha de volver. Y puesto que entender y conocer son una misma cosa y puesto que el perfecto conocimiento hace al conocedor uno con lo conocido, hay que concluir que el ser del hombre consiste en hallarse más cerca de su origen que ninguna otra criatura de cuantas conocemos: "El cielo y la tierra no pueden contenerme, pero el corazón de mi siervo me contiene", dice un hadith del Profeta del Islam. Mientras el hombre pueda actualizar este ser en su vida podremos decir que es libre, en tanto que cuando no pueda o no quiera hacerlo tendremos que admitir que no es libre. 

Ahora bien, la libertad es un don que el ser humano ha recibido sólo en potencia, y por su propia esencia ha de ser querida por él para que pueda realizarse y llegar a su plenitud; esto supone que la libertad no se puede imponer; nadie puede imponer a otro su concepto de libertad, sólo podemos indicar el camino, pero recorrerlo es tarea de cada uno. Por tanto, es cierto también que mientras las demás criaturas son libres desde su nacimiento y no pueden elegir dejar de ser libres, al hombre le es dado ser o no ser libre; pero si elige ser libre ha de conquistar su libertad. Paradójicamente somos libres para no ser libres.

¿Qué consecuencias podemos extraer de todo ello? Muchas y de gran calado. Por ejemplo, si admitimos que todas las cualidades proceden de Dios, que es su fuente, aceptaremos que de Él vienen el bien, la justicia, la paz, la belleza, la verdad, el amor, la sabiduría… Todas estas son cualidades positivas; y sus opuestas no tienen ser en sí mismas, sino que son la ausencia o negación de estas cualidades positivas. Por tanto, si ser libre es para el hombre conocer a Dios y hacerse uno con Él, tendremos que aceptar que hombre libre es aquel en quien estas cualidades encuentran asiento; aquel en quien se encuentran y manifiestan. Por el contrario, no podremos considerar libre a aquel en quien no se hallen estas cualidades; y ese tal, en tanto se aleje de ellas, será tanto menos libre y tanto más esclavo de una condición que no es la humana. Es, pues, el conocimiento el que libera al hombre ("la verdad os hará libres" dijo Jesús).

El título que he dado a esta meditación sobre la libertad es el mismo que un gran luchador por su causa, Nelson Mandela, dio a su autobiografía. No ha sido casual en modo alguno, sino que ello constituye un pequeño homenaje a un hombre que realizó plenamente la condición de tal. Este hombre no sólo entendió lo que es la libertad, sino que entregó su vida por ella. No sólo con razón escribió al final del libro mencionado estas palabras refiriéndose a los largos años que pasó encarcelado:


“Durante aquellos largos y solitarios años, el ansia de obtener la libertad para mi pueblo se convirtió en un ansia de libertad para todos los pueblos, blancos y negros. Sabía mejor que nadie que es tan necesario liberar al opresor como al oprimido. Aquel que arrebata la libertad a otro es prisionero del odio, está encerrado tras los barrotes de sus prejuicios y la estrechez de miras. Nadie es realmente libre si arrebata a otro su libertad, del mismo modo en que nadie es libre si su libertad le es arrebatada. Tanto el opresor como el oprimido quedan privados de su humanidad. (…) Ser libre no es simplemente desprenderse de las cadenas, sino vivir de un modo que respete y aumente la libertad de los demás. “

miércoles, 19 de marzo de 2014

La condición humana



Entonces, puesto que el ser humano no tiene realmente un ser propio, sino que su situación es más bien un estar, ese estar conlleva las limitaciones propias de nuestra condición, que está sometida a una existencia  espacial y temporal. El espacio y el tiempo son los límites en los que transcurre nuestra existencia. Todo cuanto hace y es el ser humano está inmerso en el espacio y en el tiempo, que son las dimensiones en las que nos movemos y existimos. El Ser, por el contrario, no está sometido a las condiciones espacial y temporal; y puesto que no lo está, no es absurdo ni imposible que pueda ocupar todo lugar y todo tiempo, siendo esto así porque al estar fuera del espacio y del tiempo no está limitado por ellos. El Ser es como el águila que contempla desde lo alto todo el espacio que sobrevuela y puede ver el fluir de un río, tanto en su nacimiento como en su medio y final; para Él es como para el águila, para quien no hay más que un único espacio y un único fluir, mientras que el pez que está sumergido en el río no puede ver más que el lugar que en cada instante ocupa en él.


Ocurre también, respecto de la condición humana, que si imaginamos el espacio y el tiempo como una esfera de dimensiones ilimitadas, el lugar que yo ocupo, que es el único desde el que puedo contemplar el mundo, es para mí el centro del universo; lo cual no quiere decir que yo sea su centro, sino que me hallo en él, puesto que cualquier punto de una esfera de dimensiones indefinidas adquiere la condición de centro para quien lo ocupa. Por otra parte, puesto que yo contemplo el mundo desde el único lugar posible para mí, que es aquel en que me encuentro y que nadie más puede ocupar, sucede que mi punto de vista es único y distinto al de cualquier otro ser que comparta mis limitaciones, lo cual, en cierto modo, me hace también único entre todos. Nadie puede ver el mundo desde donde yo lo veo, así como tampoco yo puedo verlo desde donde lo ve otro que no soy yo. El Ser, sin embargo, puesto que escapa a nuestra limitación, puede abarcar todos los puntos de vista y de esa forma Él es, en cierto modo, todos los seres. Decir esto es tanto como decir que mi vida y la de cualquier otro ser es preciosa, pues cada ser es único y no puede ser sustituido por otro más que por Aquel que a todos contiene. Esta comprensión de todos los seres como formando parte del Ser, es la misma comprensión que vibraba con intensidad en la existencia de aquellos pueblos que vivían en la Naturaleza de un modo tradicional, es decir, percibiendo lo sobrenatural que hay en ella  y respetando por igual a todas las criaturas, de forma que cuando tomaban la vida de cualquier animal para sobrevivir lo hacían con un profundo sentimiento de lo sagrado e imploraban el perdón de la criatura cuya vida sacrificaban dando gracias por el don recibido.


De todos modos, es necesario admitir que ningún otro ser es semejante al humano. ¿Y qué es eso que lo distingue de cualquiera otro que habita la Tierra? Sin lugar a dudas el pensamiento. Esa capacidad que sólo el ser humano posee de poder abarcar cuanto existe con su pensamiento no encuentra parangón en nuestro mundo. Pero si la contemplamos con detenimiento nos daremos cuenta de que el pensar no está, como los demás seres, como el propio ser humano y como todo cuanto existe en nuestro horizonte, sometido a las condiciones espacial y temporal. El pensamiento no es espacial ni tampoco temporal puesto que es capaz de abarcar todo espacio y todo tiempo. Esto es lo que explica que pueda decirse del ser humano que está hecho a imagen y semejanza de Dios. El pensamiento es una capacidad más que humana sobrehumana, y sitúa a este ser, el más desvalido de todos cuantos llegan al mundo, en una posición intermedia entre la Tierra y el Cielo; posición que es a la vez una bendición y una maldición, puesto que sintiéndose atraído por ambos, la Tierra y el Cielo, se encuentra dividido y a menudo perdido, sin saber hacia cuál de esos dos polos debe dirigir su vida.

Ahora bien, hay que poner cuidado en no confundir el pensamiento con la mente. Ésta es más un instrumento que otra cosa; es un poco como el aparato de radio que sintoniza una emisora, pero somos nosotros los que debemos elegir entre todas las emisiones aquella que nos interese. Esa acción de sintonizar equivale a disciplinar la mente, la cual siempre anda inquieta, buscando aquí y allá algo en que detenerse. Por el contrario, el pensamiento a que aquí me refiero equivale a intelección; es decir, a comprensión de aquello que está más allá de la condición humana, que la trasciende.

martes, 25 de febrero de 2014

El Ser no existe



Decir que el Ser no existe parece una contradicción. Y sin embargo, es así: El Ser no existe, el Ser es. ¿Cómo se explica esto? La clave para entenderlo está en la propia palabra existir. Esto es porque se trata de un conocimiento tan antiguo como el mismo lenguaje.  Cuando Moisés subió a la montaña sagrada y vio al Dios de Abraham en la forma de una zarza ardiente, al preguntarle Moisés su nombre Él  respondió: “Yo soy el que soy”. Hay aquí, en tan pocas palabras, un profundo contenido. Él es el que es porque sólo Él es por sí mismo; es decir, sólo Él es de manera independiente; sólo Él es y no puede dejar de ser. En cambio la existencia es propia del hombre y de todos los demás seres. Ni el hombre ni ninguna otra criatura tiene ser por sí mismo. El hombre es dependiente por naturaleza; es decir, necesitado y menesteroso. Existir viene de ex – stare,  estar fuera de. El ser humano no es, sino que está, y ese estar es estar fuera de su origen. El Ser no existe ni puede existir porque no puede estar fuera de Sí Mismo. De esta forma se podría decir que en el ser humano confluyen dos naturalezas, la del que está fuera de su origen  y la del que recuerda y añora ese origen y en la medida en que lo recuerda y lo añora desea regresar a Él. Son el horror y la maravilla; ambos sentimientos tienen cabida y justificación en el hombre,  y su equilibrio es un saber estar en el mundo, mientras que el predominio de alguno de ellos es estar dominado por la caída o por su contrario, el recuerdo del origen. Esta naturaleza de exilado se manifiesta ya en el niño,  que antes de nacer se encuentra en el seno materno del mismo modo que el hombre antes de existir, y que tras el nacimiento viene a existir, es decir, a encontrarse fuera de ese origen en el que reinaba la paz. Entonces el llanto del niño está plenamente justificado por el dolor de la separación, pero pronto la risa también estará justificada por el encuentro con la madre, aunque ahora ésta aparezca como otro ser distinto. 

 

Pueden extraerse muchas consecuencias de este conocimiento. Por ejemplo, si yo no soy, sino que tan sólo existo, ¿cómo voy a encontrar en mí las cualidades? Es decir, la nobleza, el bien, la verdad, la justicia, el poder, la belleza…  Estas cualidades son propias del Ser, y por tanto no pueden encontrarse en mí más que de forma accidental y subordinada.  

 


Reconocer mi dependencia y mi indigencia me lleva a ser más realista y con ello más humilde, de tal forma que puedan realizarse en mí aquellas palabras de San Agustín cuando decía: “La humildad consiste en que te conozcas a ti mismo”; sentencia ésta de sentido muy parecido a aquella otra que se atribuye al Profeta del Islam: “Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor”.