domingo, 18 de octubre de 2015

La taza de barro



¿Quién ha podido contemplar alguna vez un pájaro de manera completa? O incluso, lo que parece más sencillo, ¿quién ha podido contemplar en su totalidad una simple hoja? No sería veraz quien lo afirmase. Y si esto es así con los objetos sensibles, ¡cuánto más lo será con lo Real! ¿Quién podría definir su esencia? ¿Quién sería capaz de contenerlo en ideas o palabras? Es del todo imposible. 


Entonces, del mismo modo que hemos de contentarnos con visiones parciales de las cosas,   tendremos que aceptar como inevitable tener siempre una comprensión limitada de lo Real. Y por limitada, forzosamente incompleta. Si aceptamos que esta limitación es común a todo ser humano, ¿quién podrá afirmar que su concepción de Dios es la única verdadera? Se podrá objetar que cuando esa concepción procede de una revelación auténtica no puede ser cuestionada. Ahora bien, no se trata de cuestionarla, sino de aceptar que toda revelación es limitada e incompleta igualmente; y lo es no por Aquel de Quien procede, sino por aquel a quien va dirigida, al cual no le es dado contemplar sino aquella parte de lo Real que le es asumible desde su perspectiva; es decir, desde el  lugar que ocupa en el mundo. Afirmar que sólo la propia revelación es verdadera es negar la perspectiva del otro y es también, por tanto, negarle su derecho a existir y ocupar un lugar en el mundo, lo cual, ciertamente, va en contra de lo que ha sido dispuesto por Aquel en cuyas manos está la existencia.


Esto es así porque toda revelación tiene un destinatario y es a él a quien resulta comprensible; aunque la revelación, por su origen, sobrepase en mucho la capacidad del que la recibe, quien no podrá tomar sino una parte de lo que se le entrega. Es como si el océano se vertiese en una taza de barro.