domingo, 26 de octubre de 2025

El edificio

 

Si tuviese que resaltar uno solo de los logros del ser humano, creo que no dudaría en escoger el lenguaje, pues sin él, ninguno de los demás parece posible. Es el lenguaje el que nos permite aprender y transmitir el conocimiento, el que puede evitar las guerras haciendo posible la solución de las controversias sin violencia; el que permite a los hombres de hoy conocer el pensamiento y los afanes de los de ayer; el que deja constancia de los acontecimientos, el que permite a los enamorados descubrir su amor; en una palabra, el lenguaje hace posible la comunicación. Sin embargo, hoy es frecuente entre nosotros la sensación de que la comunicación resulta cada vez más difícil. Se habla y se escribe mucho, pero no hay verdadera comunicación. Pocos saben transmitir un pensamiento original y expresarlo con coherencia, y aun son menos los que están dispuestos a escuchar. La comunicación ha devenido insustancial, apresurada en el mejor de los casos, malintencionada o interesada en el peor. ¿Por qué sucede esto? Pienso que el lenguaje puede compararse con un gran edificio en el que las palabras son los ladrillos o los bloques de piedra que lo forman. Hay palabras -piedras, ladrillos-, que pueden ser intercambiadas, modificadas o renovadas porque no forman parte de la estructura sustentante del edificio, pero hay otras que sí forman parte de esa estructura y no pueden ser alteradas de ningún modo sin que el edificio se resienta. Creo firmemente que eso es lo que está ocurriendo de manera especialmente grave en nuestro tiempo. Las palabras que forman parte de la estructura fundamental del lenguaje han sido atacadas hasta el punto de que el lenguaje ha perdido consistencia. Es como si el edificio hubiese sido tocado en sus partes clave y amenazara ruina. ¿Y qué palabras son estas? Son palabras como Amor, Libertad, Justicia, Paz, Verdad, Conocimiento, Hombre, Mujer, Vida, Muerte, Esperanza, Fe… Estas palabras han perdido su significado originario, ya no tienen el mismo sentido que tenían para nuestros ancestros. Son palabras que están asentadas en los cimientos y en las claves de bóveda del edificio que nuestros padres levantaron siguiendo las instrucciones del arquitecto. Ahora ese edificio y esas instrucciones han sido despreciadas y se pretende construir un nuevo edificio con nuevas instrucciones y sin arquitecto. Pero esas palabras sostienen todas las demás; sin su presencia íntegra la comunicación -el edificio- deviene imposible. Creo que esa es la causa de que hoy nos resulte tan difícil comunicarnos.

lunes, 13 de octubre de 2025

¿La verdad o La Verdad?

 

 “Pilato entró de nuevo en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?” Jesús respondió: “Lo dices por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?” Pilato repuso: “¿Acaso soy yo judío? Es tu nación y los pontífices quienes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” Respondió Jesús: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores combatirían a fin de que yo no fuese entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí.” Pilato le dijo: “Entonces, ¿tú eres rey?” Contestó Jesús: “Tú lo dices: Yo soy rey. Yo para esto nací y para esto vine al mundo, a fin de dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.” Pilato le dijo: Y ¿qué es la verdad?” (Jn 18, 33-38)


En el corto pero intenso relato del diálogo entre Jesús y Pilato que está descrito en el evangelio según San Juan, hay dos visiones de la realidad totalmente contrapuestas. La de Pilato es la visión mundana, en la que la verdad es lo que en cada momento conviene a las circunstancias, aun cuando éstas sean tan reducidas como las dadas por los intereses de una persona o de una nación. La de Jesús, por el contrario, es una visión absoluta, visión que es imposible para el hombre, que no puede ver más allá de sus limitaciones, pero clara y diáfana para Dios.

Los hombres que, en palabras de Ortega y Gasset, tenemos algo de centauros, pues dos naturalezas se encuentran en nosotros, la animal y la espiritual, vivimos inmersos en la tensión entre dos visiones de la realidad que proceden de cada una de esas naturalezas. La visión puramente animal busca satisfacer las necesidades presentes; la visión puramente espiritual, por el contrario, busca satisfacer las necesidades que están más allá de la realidad presente. Ciertamente es difícil encontrar estas dos visiones en estado puro, lo normal es que se encuentren juntas en la persona humana variando tan solo su predominio, de ahí que nos encontremos con personas mundanas y con personas espirituales, según predomine en ellas la visión mundana de la realidad o la visión espiritual. La visión mundana pretende la salvación de lo material; la visión espiritual la salvación del espíritu. Lo primero no es posible, pues lo material está destinado a perderse, mas aquí solo interesa posponer su fin; lo segundo solo es posible por la fe, pues nadie puede pretender salvar aquello en cuya existencia no cree.

En este sentido, Cristo es el Maestro, el Buen Pastor que conduce a las ovejas a la salvación eterna. Sus enseñanzas y su ejemplo de vida desconciertan a los que solo creen en la verdad mundana. Él nos dice que vino a dar testimonio de la Verdad, y también que él mismo es la Verdad. Por tanto, la salvación del espíritu es posible para cada uno que cree en él y le sigue. Esta fe nos enfrentará muchas veces con la tendencia natural a dejarnos guiar por la visión mundana de la verdad. Si alguien me afrenta o me daña mi tendencia natural es responder del mismo modo, pero jamás surgirá en mí como respuesta natural el perdón y aún menos el amor. Sin embargo, a esto es a lo que nos invita la verdad espiritual que es Cristo. En esta disyuntiva tal vez resultará de ayuda preguntarse: 

“¿Qué salvación busco, la de aquí y ahora o la eterna?” “¿En quién creo, en este que me daña ahora o en el que vino a salvarme por amor y prometió quedarse conmigo hasta el fin del mundo?” 

Pero por mucho que creamos en la verdad de Cristo no podremos hacer vida esa fe si no nos mantenemos unidos a él en la oración y en la obediencia a sus dos mandamientos de amor. Tampoco podremos si no nos sentimos parte obediente y actuante de su Iglesia, que es la que él mismo fundó sobre Pedro.