Observo con admiración cómo el lenguaje nos condiciona y me gustaría reflexionar sobre ello. El lenguaje es probablemente si no la única vía por la que se transmite el pensamiento, sí la principal. Cuando digo una palabra quien la oye representa en su mente el concepto que esa palabra le sugiere. Si digo “mesa”, todo el mundo pensará más o menos en el mismo objeto, pero si digo “libertad” o “amor” ya no será tan sencillo, pues estas palabras encierran conceptos mucho más complejos que hacen referencia no a un objeto, sino a una realidad que atañe a cosas de orden humano, como los sentimientos, las creencias, la religión, la moral, los valores... Y es aquí donde nos jugamos mucho, porque si no logramos establecer el significado de esas palabras de forma que podamos expresarlo con claridad y defenderlo si fuera necesario, dejaremos abierta una puerta por la que nos podrán literalmente asaltar y engañar. Hay muchos ejemplos de esto, de cómo se tergiversa el significado de las palabras para hacer un uso interesado de ellas, como vemos tan a menudo en la publicidad, donde los publicistas pretenden convencernos de que si compramos tal o cual producto seremos más libres o más felices. El éxito de estas argucias lo demuestra el bombardeo continuo a que nos someten con este tipo de anuncios, pues si no fueran muchos los que creyesen tales engaños ningún empresario pagaría el alto costo de las campañas publicitarias.
Esto es preocupante y merece reflexión, pero lo es aun más cuando el uso torticero del lenguaje induce a cometer errores que se cobran vidas. Es esto lo que esta ocurriendo en el caso del aborto, cuyos defensores utilizan de esta manera determinadas palabras. Se dice que el aborto constituye un derecho puesto que la mujer es dueña de su cuerpo y por tanto puede hacer con él lo que quiera, pero ¿quién es más libre, quien hace lo que quiere o quien quiere lo que debe hacer? ¿Quién fue más libre, Judas o Jesucristo? Esta forma de pensar es tan claramente falsa, que no resiste el menor análisis. Realmente entra en el campo de mi libertad hacer lo que estime oportuno con mi cuerpo, pero si eso que hago con mi cuerpo me causa un mal a mí o a otros, ¿puedo decir que he actuado libremente? Tal vez en el momento en que actué lo hice libremente, pero si hubiese sabido las consecuencias, con toda seguridad habría actuado de otro modo. Entonces, solo soy libre hasta donde puedo serlo.
El aborto supone matar en el mismo seno de su madre al nuevo ser que ha venido a la vida. Ese nuevo ser no es el cuerpo de su madre, sino que está en él. La lengua castellana diferencia perfectamente entre los verbos ser y estar, cosa que no sucede con la lengua inglesa. La madre que aborta no toma una decisión sobre su cuerpo, la toma sobre la nueva vida que lleva en su seno y que ella misma no ha creado.
Es triste ver cómo tan a menudo la ciencia cede el paso a la ideología. Así, cuando el científico Jèrôme Lejeune descubrió la causa del síndrome de Down, la que llamó “trisomía 21”, o suplemento cromosómico en el par 21 del ADN, pensó que su descubrimiento podría ser útil para tratar esa anomalía, pero lejos de ello, vio que se utilizaba para matar a los niños antes de su nacimiento, lo que le llevó a convertirse en firme defensor de la vida. Probablemente por esa causa, por su firme oposición al aborto, no se le concedió el premio Nobel, del que sin duda era merecedor por su descubrimiento.
Las estimaciones sobre el número de abortos que se practican cada año en el mundo son realmente escandalosas; en las fechas más recientes de que hay datos se dan unas cifras en torno a los setenta millones de abortos al año. Setenta millones de muertes, setenta millones de niños a los que se ha quitado la vida en el seno de su madre. Ninguna guerra, ningún genocidio ha causado tal número de muertes en tan breve plazo. Algún día nos preguntaremos consternados cómo fue posible que esto ocurriese e incluso se defendiera como un derecho en los parlamentos del mundo.
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