miércoles, 27 de noviembre de 2013

Toda casa dividida...



No soy profesor; ni tan siquiera maestro de escuela, como lo fue mi tío abuelo, pero si lo fuese me gustaría hacer un experimento con los alumnos. Consistiría en solicitarles que pusieran por escrito qué entienden por política y democracia;  que explicasen qué consideran que es ser de derechas o de izquierdas y cuál creen que es el motivo por el que una persona se siente más identificada con una postura o con otra.  No se trataría de que manifestasen sus propias opiniones políticas, sino tan sólo de mostrar su comprensión acerca de estos asuntos. No puedo saber cuál sería el resultado de este experimento, pero estoy casi seguro de que muy pocos -si acaso alguno hubiese- podrían dar alguna idea clara sobre estas cuestiones.  Y el caso es que creo que si las mismas preguntas se planteasen a personas adultas el resultado no sería mucho mejor.  El motivo o la razón de esta creencia es mi opinión de que la mayoría de las personas se dejan guiar en estas cuestiones  más por el sentimiento que por el pensamiento.

Si la política es, en el sentido que nos ocupa, toda aquella actividad que tiene por centro y por objetivo el gobierno de los asuntos públicos, habría que admitir por principio que esa actividad ha de estar dirigida a la búsqueda del mayor bien posible para todos los que están sujetos a dicho gobierno; pues siendo de otra forma no podría ser llamada política con justicia y propiedad, ya que el buen gobierno no puede tener otra pretensión y finalidad que el bien de los gobernados.  Si la naturaleza de las cosas obliga a que la política sea conducida por unos pocos, habrá que admitir también que éstos deberían someterse siempre en su actuación al principio enunciado, ya que de hacerlo de otra forma su actividad no podría llamarse propiamente política ni ellos mismos políticos. La democracia, cuya etimología hace pensar en un poder directo del pueblo, no puede consistir en esto, salvo en comunidades muy bien organizadas y de reducido tamaño. Por el contrario, la democracia no es en las sociedades grandemente pobladas que conocemos sino un sistema de gobierno que consiste en la elección por el pueblo de aquellos que han de dirigir los asuntos públicos. A pesar de esto, las leyes fundamentales que instituyen la democracia suelen reconocer que la soberanía pertenece al pueblo y que sus representantes en las instituciones públicas la ejercen en su nombre. Pero si el pueblo no entiende bien lo que es la política, difícilmente podrá llevar a buen término su función como titular de la soberanía y actuar con buen juicio a la hora de elegir a sus representantes. Por otra parte, sólo aquellos que puedan y deseen dejar a un lado sus intereses particulares para servir a los generales estarán capacitados para actuar como representantes del pueblo y podrán llamarse con propiedad políticos.

El hecho de que la mayor parte de las personas tengan respecto de la política ideas y concepciones nacidas del sentimiento antes que del pensamiento da lugar a que se vea disminuida su capacidad para juzgar con claridad quién puede ser digno para actuar como representante de la comunidad. Muy representativo de esto es la polarización de los electores en dos tendencias, una de derechas y otra de izquierdas. Dejando a un lado los sentimientos resulta importante aclarar en qué consiste una y otra tendencia. Parece obvio que una política de derechas se centra más en la creación de riqueza que en otras cuestiones; mientras que la de izquierdas pone su objeto ante todo en lograr un justo reparto de la riqueza. Si como antes dijimos,  el principio que debe regir la política es el bien de la comunidad habría que preguntarse si esos dos objetivos son deseables,  cuál de ellos lo es en mayor medida y si son o no conciliables. La riqueza, entendida como abundancia de bienes materiales parece a primera vista un bien deseable para cualquier comunidad, aunque sin duda ha de ser matizada y contenida por consideraciones tales como el respeto por el medio ambiente y los derechos de otros pueblos. Aceptado esto, no cabe duda de que vivir en una sociedad en la que no se padezcan carencias materiales es un bien deseable. Por el otro lado, la justicia social, es decir, el justo reparto de esos bienes materiales de tal forma que ningún miembro de la sociedad sufra las carencias a que inevitablemente daría lugar un sistema dominado únicamente por el beneficio económico parece también un bien deseable.  A esto habría que añadir que existen bienes que en sí mismos no pueden ser considerados materiales, como son la educación y la salud, pero cuya obtención o recuperación sí conlleva generalmente un coste económico. Estos bienes también han de ser considerados cuando se habla de justicia social.  La creación de riqueza y su justo reparto son con toda certeza dos opciones deseables para cualquier sociedad. Optar de forma intemporal por una sola de ellas en detrimento de la otra no parece dentro de lo razonable. Más aún cuando son dos objetivos complementarios y todo indica que no excluyentes.  Ahora bien, nada impide que en función de las circunstancias se haga necesario potenciar uno de esos objetivos antes que el otro. ¿Por qué pues se ha de dividir la sociedad en partidarios de una u otra opción? ¿No parece esto tan absurdo como si dos bandos, uno partidario del sol y otro de la lluvia, se enfrentasen en una eterna lucha? Si es el bien de todos lo que se busca y el pueblo ha sabido elegir a sus representantes, éstos decidirán en cada momento qué medidas son las necesarias para compensar los desequilibrios que puedan producirse en uno u otro terreno.  De esta forma, nunca podría hablarse con exclusividad de una política de uno u otro signo, sino que toda política habría de combinar las medidas convenientes en cada momento según sea necesario potenciar la obtención de riqueza o la justicia social para encontrar el equilibrio entre ambas opciones, siendo este equilibrio un bien deseable para la sociedad en su conjunto. Pero esto es imposible de realizar si las personas que han de gobernar no buscan el bien general. Por el contrario, la desvirtuación de la política conlleva el acceso al gobierno de personas que actúan guiados por fines propios o que sirven a los de otros por quienes son o serán retribuidos. Para éstos que sólo buscan su propio beneficio resulta fácil aprovechar el hecho de que quienes están dominados por el sentimiento son víctimas propiciatorias para la manipulación. De este modo, puede ocurrir que quienes se presentan ante el pueblo como representantes genuinos de una u otra tendencia entre las que se encuentra polarizada la sociedad no sean sino oportunistas que trabajan más en su propio beneficio que en el de la comunidad que los eligió. Y es que el sentimiento no sólo es manipulable, sino también fácilmente falsificable.

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